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Juan Ramón fue el más pequeño de una familia adinerada que lo consintió y le permitió soñar y divertirse usando su imaginación. De niño prefería jugar solo y sentía fascinación con la belleza del campo, los cambios de estación y de la luz durante el día. Tenía un calidoscopio a través del cual le gustaba mirarlo todo, porque le parecía que las cosas se alteraban, adquiriendo una consistencia mágica. Le fascinaban la luz y los juegos con la realidad que esta le proporcionaba; de esa forma, las cosas transformadas le parecían otras. Creía, por ejemplo, que había dos pimientas en la casa de enfrente a la suya: la que veía desde su balcón y la que miraba desde abajo del tronco, porque debido a la luz, le parecían distintas y así las concebía (Véase «XVI, La casa de enfrente». Platero y yo). Esta capacidad para soñar y crear un mundo maravilloso en los poemas fue una constante durante toda su vida. Asimismo sentía gran aversión hacia las cosas feas, que él relacionaba con la muerte y con la tristeza. Fea era la violencia, las fiestas donde las personas perdían la dignidad a causa del vino, la brutalidad hacia los animales, y la torpeza de los seres humanos al destruir la belleza natural. Desde pequeño se sintió llamado a combatir estas injusticias, creando con su imaginación y su poesía un mundo donde las cosas fuesen restituidas a su verdad y a su forma natural: «Dónde está la palabra, corazón, que embellezca de amor al mundo feo; que le dé para siempre —y sólo ya— fortaleza de niño y defensa de rosa» (Belleza, 1923). Fuerza y belleza, pero sin perder la inocencia y la espiritualidad: esa sería su meta. Juan Ramón era capaz de captar detalles que a la mayoría pasaban desapercibidos y presentarlos en su obra como formas de ideal. Así por ejemplo se fijaba en la pequeña flor del camino a la que dedica un pasaje de Platero y yo, o en la «hojita verde con sol», protagonista de otro texto. Esa extraordinaria capacidad para captar los detalles más nimios le hacía asimismo sufrir más que otras personas. La muerte repentina de su padre, por ejemplo, una madrugada, cuando apenas tenía 19 años le sobrecogió y llenó de ansiedad. Se imaginó que él mismo era quien moría, o que iba a morir en cualquier momento, igual que su padre; por eso debió ser ingresado en un hospital psiquiátrico en Francia donde permaneció varios meses. A partir de entonces sintió pavor de la muerte y quiso vivir cerca de un médico. Desde los quince años comenzó a escribir poemas; abandonó sus estudios de Derecho para dedicarse a la poesía. Conoció a los escritores más influyentes de su tiempo, como Rubén Darío, Valle-Inclán, Unamuno, Manuel y Antonio Machado, José Ortega y Gasset, Pío Baroja y Azorín, entre otros muchos, y junto a ellos se formó en el krausismo, en boga entre los intelectuales de aquella época. Estas ideas se resumían en una recta actitud moral frente a la sociedad, frente al trabajo, y frente al arte, hasta el punto de que muchos de estos pensadores y artistas estuvieron dispuestos a dar la vida por sus ideales. Juan Ramón demostró en su vida y en su obra esa dedicación completa a vivir y trabajar dentro de unos altos principios éticos y estéticos. Para el poeta andaluz, los valores morales formaban parte de los componentes estéticos de pureza y rigor. Fue una persona exigentísima para consigo mismo y para con los demás. Leía sin descanso, tanto a los escritores, poetas y filósofos españoles, como a los extranjeros. La vasta biblioteca de su padre en Moguer le era muy familiar, así como la colección de libros del doctor Lalanne en Francia, y la del doctor Simarro en Madrid. Además de leer, escribía constantemente sus ideas, en aforismos y prosas; y sus impresiones líricas en poemas. Aquellos años de juventud entre Moguer, Sevilla, Francia y Madrid le permitieron adquirir una sólida formación que le prepararía para escribir su obra mejor; por eso y para eso trabajaba sin descanso. No obstante, la poesía era su forma natural de vida y los poemas fluían de su pluma con una facilidad inusitada, no exenta de constante pulimento. Así, comenzó a publicar, libro tras libro, durante estos primeros años, influido principalmente por Bécquer y Espronceda. Ninfeas, Almas de violeta, Rimas, Arias tristes, Jardines lejanos y Pastorales serán sus libros de juventud. En todos ellos el poeta se recrea en la belleza del campo, en deseos amorosos imposibles, en sueños y alucinaciones. En los textos de esta primera época puede apreciarse una predisposición a la melancolía. Después seguirán otros muchos libros en los que Juan Ramón va dejando constancia de sus sensaciones, del paso de las estaciones, del goce con las cosas sencillas, de sus temores, ansias y amores. Sus poemas son como una guía espiritual o el diario de una persona sensible atravesada de sensualidad, espiritualidad y anhelo de perfección. Como Antonio Machado y Miguel de Unamuno, Juan Ramón Jiménez creía que los símbolos irían desentrañando verdades profundas y misteriosas que sólo la poesía podía desvelar. Así, la conciencia del misterio se impone en numerosos poemas donde el poeta de Moguer presenta las interrogantes primeras, que pueden resumirse en el intento de captación de lo eterno en el instante: «Quisiera clavarte, hora, igual que una mariposa, en su corazón… ¿Adónde irás, hora mía, mariposa no prendida?» (Estío, 1915). En los años que pasó en Moguer (1905-1911) escribió numerosos libros de poemas, pero quizá sea Platero y yo el texto con el que obtuvo fama inmediata, ya que se tradujo rápidamente a treinta idiomas. El libro está formado por estampas de su pueblo en las que el poeta va retratando tanto las cosas hermosas del entorno moguereño como las injusticias o la pobreza e ignorancia de la gente, transformadas gracias a su escritura en momentos idílicos, y Moguer en el paraíso de su imaginación. Puede verse cómo el poeta se concentra en las cosas sencillas que lo rodean y ahonda en ellas hasta encontrar lo esencial de las mismas: «¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes, entre las flores, por la casa —ya dentro, ya fuera— , en el manantial. Por doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero de vida sana y nueva» (XXV «La primavera», Platero y yo). Juan Ramón veía el mundo en su dinamismo natural y quiso captar en su poesía las cosas en incesante transformación, con la esperanza de que al capturarlas en el poema lograría darles eternidad; empresa no del todo fácil: «Mariposa de luz, / la belleza se va cuando yo llego / a su rosa. // Corro, ciego, tras ella…/ la medio cojo aquí y allá…/ ¡Sólo queda en mi mano / la forma de su huida!» (Piedra y cielo). En 1911 Juan Ramón se marcha a vivir a Madrid para estar en contacto con las ideas y los poetas importantes de aquel momento. Es entonces cuando conoce a la que luego será su mujer, Zenobia Camprubí Aymar. Hija de un ingeniero español y de madre puertorriqueña, Zenobia le parecía una mujer distinta de las chicas españolas, por sus viajes y sus estudios. Conocía perfectamente el español y el inglés, ya que había pasado varios años en Estados Unidos. Colaboraron juntos en varias traducciones del inglés al español del poeta Rabindranath Tagore. Juan Ramón se enamoró perdidamente de ella, que era lo opuesto a él: una mujer práctica, alegre, resuelta y emprendedora. Para Zenobia, él era un ser excepcional, un poco ensimismado, muy apasionado y ardiente, y con la ilusión y capacidad de entrega de un niño desprotegido. Sin darse cuenta, también se enamoró de él, y era consciente, como más tarde expresó en uno de sus Diarios, de que lo necesitaba para vivir tanto o más que él a ella. (Diario I de Zenobia Camprubí, pág. 77). Se casaron en Nueva York el 2 de marzo de 1916. A su regreso a España, el matrimonio estableció su residencia en Madrid, y Juan Ramón se dedicó por entero a escribir y preparar lo que él consideraba «su obra en marcha». Publicó El diario de un poeta recién casado (1917), libro que abre una nueva etapa en la obra de este poeta, ahora mucho más densa y concentrada. Poesía desnuda, dedicada exclusivamente a lo esencial. Durante unos años escribe sin descanso numerosos libros de poesía y prosa, y más tarde se dedicará principalmente a corregir y reorganizar lo ya escrito y publicado, y a traducir junto a Zenobia la obra de Tagore, Shakespeare y otros. Son dos décadas de entrega completa a lo que Juan Ramón llamaría «el trabajo gustoso». El poeta no quería salir de casa, ni tener visitas; trabajaba muchas horas diariamente y era Zenobia la que se encargaba de resolver las cuestiones prácticas y materiales, y de pasar a máquina sus poemas. Además, a él le molestaban mucho los ruidos, por lo que se mudaron de casa varias veces. Por su dedicación e intransigencia se ganó la antipatía de muchos intelectuales y artistas, que creían que era un poeta exquisito que vivía de espaldas a la realidad. Pero se equivocaban al pensar así, ya que él mismo demostró (véase por ejemplo su libro Guerra en España, publicado póstumamente. Barcelona: Seix Barral, 1985), que estaba muy preocupado por todo lo que ocurría; conocía los libros que se publicaban, colaboraba en revistas, y se enteraba, por Zenobia o por la prensa, de la situación política del país y del resto del mundo. Empezada la Guerra Civil, Juan Ramón fue amenazado varias veces y temió por su vida. En agosto de 1936 consiguió un pasaporte diplomático y marchó con su mujer a Estados Unidos como embajador cultural de España. Los siguientes veinte años Juan Ramón y Zenobia vivieron en Cuba, Estados Unidos y Puerto Rico y ya no regresaron a España. Pero Juan Ramón vivió pensando constantemente en su patria, en su familia, y en su pueblo natal (Diario I de Zenobia Camprubí, pág. 47). Cuando escuchaba el español u oía cantar flamenco lloraba de emoción. Nunca logró superar su condición de exiliado (Diario I de Zenobia Camprubí, pág. 40). Su estado anímico a veces no le permitía trabajar, por lo que sufría depresiones constantes que obligaban a internarlo en hospitales de Estados Unidos y Puerto Rico. Como a Miguel de Unamuno, a Juan Ramón le dolía España y la llevaba en el corazón, y quería encontrarle algún sentido al mundo, ya que pensaba que el dios de las religiones positivas era ilusorio. Juan Ramón creía que los símbolos le permitirían entrar en el secreto del universo, y es durante este período cuando concibe la poesía como arma para desentrañar los misterios del cosmos. Su obra pasa a ser ahora autobiográfica, en el sentido de que habla abiertamente de su vida personal, de sus amistades e incluso de sus enemigos. En ella el poeta se pregunta por el significado del mundo. De este período son sus extensos poemas «Tiempo» (1941) y «Espacio» (1941-1954), que constituyen un diario espiritual y un intento por parte del poeta de explorar la relación del hombre con el universo. En este sentido, la búsqueda de Dios se convertirá asimismo en un anhelo constante. Creía, con Spinoza, que Dios existía, pero como fuerza de la naturaleza, o como algo inconcebible para los seres humanos. Siguiendo las ideas de este filósofo, creó un «dios/conciencia» a su imagen y semejanza, sustituto de esa fe que necesitaba para vivir: «Dios del venir, te siento entre mis manos, / aquí estás enredado conmigo, en lucha hermosa / de amor, lo mismo / que un fuego con su aire. / No eres mi redentor, ni eres mi ejemplo, / ni mi padre, ni mi hijo, ni mi hermano: / eres igual y uno, eres distinto y todo; / eres dios de lo hermoso conseguido, / conciencia mía de lo hermoso.» («La trasparencia, Dios, la trasparencia», Animal de fondo, 1949). Fue una persona genuina que expresó siempre lo que pensaba y sentía, aunque eso le acarreara problemas, e incluso contradicciones en su poética y en su vida. Por ejemplo, después de crear un dios y vivir para y por la poesía, indicó más tarde que sólo presentía el universo como hueco, y a Dios como algo ajeno e incomprensible: «Y en el espacio de aquel hueco inmenso y mudo, Dios y yo éramos dos» («Espacio», 1954). El 25 de octubre de 1956, tres días antes de la muerte de Zenobia, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Poco después murió, el 29 de mayo de 1958. Los féretros de ambos fueron trasladados desde Puerto Rico al cementerio de Jesús de Moguer. La vida y obra de Juan Ramón Jiménez son testimonio de un ser excepcional que se dedicó por completo a vivir de acuerdo a unos rigurosos principios éticos y estéticos. Destacó como uno de los mejores poetas del modernismo, de las vanguardias y del postmodernismo en el mundo occidental, dejando una poesía de alta espiritualidad, un consuelo en el mundo material circundante. Cronología de obras de Juan Ramón Jiménez
1900.- "Nínfeas"
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